domingo, 29 de mayo de 2011

Sus ojos (Publicado por Ed. "De los cuatro vientos" año 2001)

                                           Sus ojos


                                           Sobre los pasos del mar están sus ojos:
                                           hojarasca incendiada de ternura,
                                           y ceñido a sus venas, un río rojo
                                           donde navega la pasión más pura...


                                           En sus ojos: un sol de mediodía
                                           es la luz que lleva adentro y se derrama,
                                           y crece y crece la constante llama
                                           de un amor que aprisiona y que cautiva...


                                           Van tras tus pasos de paloma esquiva
                                           con un cariño claro y contenido,
                                           constelados de amor firme y sufrido,
                                           ¿Qué más puede pedirse en esta vida?


                                           Como un trigal maduro van sus ojos
                                           a madurar tu corazón dormido,
                                           mudos de devoción, estremecidos,
                                           con un fervor callado y rumoroso...


                                           Y a la sombra serena de tu frente
                                           con la tenacidad de las estrellas,
                                           yo sé que han de quedarse siempre, siempre,
                                            para que veas que la vida es bella...


                                                                                              GLORIA

A la libertad (Publicado por Ed. "Nuevo Ser" año 2006)

A la Libertad:


 

Libertad: Tu nombre me desnuda
y te siento crecer como una llama,
tu voz está en la sangre que reclama
desde  la tierra, desde la piedra dura.




Libertad: Tu nombre me transporta                                        
a un tiempo de viriles ideales
¿Dónde quedó la magia, tu alarido,
el  fuego oscuro de antiguos pedernales?



Tu nombre es vida, es sangre derramada,
es fruto, espiga y hostia consagrada,
es sudor, alegría, amor, paciencia,
vértigo de pasión, clarividencia...



Estás en los trigales, en los llanos,
en los volcanes, en los tembladerales,
en la luna dolida de los pobres
y en todos sus martirios cotidianos.



Libertad: Tu nombre me convoca
y mi sangre se altera, reclamada,
siento que sos el agua, el sol, la roca,
de esa América india sublevada...



Libertad: Tu nombre me fecunda
de fervor y de ardiente rebeldía,
me brotan alas, me genera sueños
y un bramido de fiera enardecida...



Y aunque hoy, todavía me retumba
tu eco de tambores centenarios,
en  el polvo, en el mármol de las tumbas,
sueñas tu blanco sueño lapidario...



¡Despierta ya: Levántate y camina,
une las voces, los sueños, los cuchillos,
desde la tierra profunda recupera
tu gesto altivo, tu dignidad, tu brillo!



¡Dame la fuerza, dame la osadía
del tigre y del guerrero temerario,
golpe tras golpe, poesía tras poesía,
quiero erigir en mi Patria tu santuario!



Libertad: Tu nombre es mi destino,
Generala de sueños, te saludo,
y a tu paso, solamente me inclino,
con el alma preñada de futuro...


GLORIA

La Pesadilla (Cuento publicado por Ed. "De los cuatro vientos", año 2001)

La  pesadilla      



                                                                                     “Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a
                                                                                      Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las
                                                                                      palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y se
                                                                                      puede ver quién las dijo”
                                                                                                                               Jorge Luis Borges.


     Sus ojos vieron la noche que caía con puñales de estrellas. Ellos la vieron llegar, mientras su corazón se atrincheraba, una vez más, en una tensión expectante que presagiaba otro insomnio. Porque él sufría de insomnio desde hacía mucho tiempo. Él, un hombre sin pasado, a quien los médicos habían diagnosticado: amnesia, “producto de un trauma quizás”, cuya mente sólo recordaba las vivencias recientes en la clínica, era un hombre sin historia. Ese estado de amnesia y cierta  perturbación espiritual se correspondían con súbitos resplandores de videncia, con la profusa generación de imágenes oníricas que anticipaban la realidad con inexorable certeza. En sus horas de vigilia, acechado por el ocio y la soledad, se concentraba en el espejo de su habitación. De allí veía surgir innumerables imágenes que lo deslumbraban hasta el vértigo. A veces, una ciudad luminosa era invadida por extraños guerreros. Los invasores irrumpían a sangre y fuego, rápidos y certeros como un rayo. Sus miradas metálicas eran como el filo de las espadas. La luz de la ciudad lo enceguecía, pero aún así podía percibir el fragor del combate y el ímpetu de los combatientes. Grandes llamaradas subían al cielo. Esta ciudad se multiplicaba en infinitas ciudades, dentro del espejo. El tiempo se manifestaba allí como un instante y como una eternidad.
   Las ciudades estaban amuralladas. Altos radares rodeaban las fortalezas y cibernéticos vigías custodiaban desde sus atalayas. Sus pobladores no presentían el peligro, se creían invulnerables. Al anochecer, los niños callejeros dormían sobre una escarcha de luna mientras los magnates reverenciaban a su dios amarillo... el humo de los altares se diluía en las sombras y un silencio patético parecía presagiar la catástrofe. Entonces llegaban los invasores. Súbita, feroz e implacablemente avanzaban sobre las poblaciones destruyendo todo a su paso. Las ciudades quedaban devastadas. Altas columnas de humo subían hasta el cielo.
   Otras veces, vislumbraba esta escena dantesca y tenebrosa: seres míseros deambulaban parsimoniosamente en grandes círculos oscuros, de donde emergían con los rostros desencajados. Estos esclavos, que asistían a sus trabajos como zombis y habían perdido la noción del tiempo, le inspiraban una especial compasión. Pero lo que más lo conmovía era la imagen del condenado a muerte. En el sótano de una cárcel con forma de mezquita, había un prisionero. Sus días estaban contados. Día y noche oraba y se prosternaba ante un altar improvisado. No era el temor a la muerte lo que lo desvelaba, sino la certeza de su inevitable intrascendencia. Había soñado con la fama y la gloria, pero ahora lo consumían el dolor y la desolación... Ni siquiera recordaba cuál había sido su delito.
   -Cuando llegue su hora- se decía el vidente- yo estaré junto a él. Si se lo miraba de cerca, era un ángel de ojos dorados, si se lo miraba de lejos, era un tigre. La mutación de imágenes parecía algo trivial dentro del espejo.
   Una tarde quedó verdaderamente consternado por una alucinación. Desde el fondo del espejo, una estrella se convertía en la imagen luminosa de una mujer. La mujer lo consolaba con palabras de ternura y después  desaparecía. El universo se convertía en un océano de luz.
   De esas ensoñaciones lo arrancó la voz ríspida y autoritaria  de la enfermera, que llegó sin anunciarse:
   -Vengo a darle su medicina- le dijo. Una sensación amarga de náusea le subió a la garganta mientras la aguja transfundía el líquido del medicamento. Ella le acomodó la almohada y murmuró algo que no comprendió. La fatiga lo invadía poco a poco y se dejó zamarrear sin oponer resistencia.
   -Trate de dormir, le hará bien- le dijo la enfermera antes de marcharse.
   Poco a poco se perdía en el oscuro follaje de un sueño. Trataba de luchar, de resistirse, deseaba desaforadamente permanecer despierto, porque conocía el carácter premonitorio de sus pesadillas, pero no podía. Volaba a ras del suelo sobre una ciénaga. Después caía en ella y se iba disolviendo poco a poco como las hojas de los árboles, en la humedad del bosque.
   Una vez la fiebre lo abrasó hasta el delirio. Figuras grotescas ilustraron las más atroces pesadillas y se sintió consumido por un fuego incesante. El dolor y la sed le oprimían la garganta. Quería gritar, salir del sueño y no podía. Entonces ocurrió algo inesperado: sobre su frente afiebrada sintió la frescura de una mano maternal, que lo aliviaba. Se esforzó por abrir  los ojos  y al lograrlo, descubrió un rostro femenino que le pareció familiar. Bajo la tenue luz de la lámpara, que destacaba suavemente los objetos de la habitación, vio alejarse la figura hasta desaparecer en el espejo. La fiebre había cesado. Estaba empapado en sudor y se sintió desbordado por un extraño y desconocido sentimiento de felicidad.
   Desde esa noche, trató de permanecer despierto el mayor tiempo posible.
   La palabra “vidente” lo asustaba tanto que prefería no dormir. Había profetizado  ciertos hechos verdaderamente desgraciados y ya muchos lo miraban con recelo, en la clínica. El trato de los médicos y enfermeras era amable, pero frío y distante, y los demás pacientes lo evitaban en forma evidente. Sólo a veces creía descubrir, en el rostro de algún facultativo, algo así como la huella furtiva de una mirada piadosa. La soledad lo sumía en agudas inquisiciones. Nadie lo visitaba. ¿Quién pagaría sus gastos en esa lujosa clínica? Pero lo que más lo atormentaba eran las pesadillas. A veces le suministraban sedantes para que pudiera descansar, pero él prefería permanecer despierto y lúcido, imaginando cómo sería su pasado... No tenía contactos  con el mundo exterior, al que sólo conocía a través de sus sueños. En ellos su alma viajaba por lugares remotos, por paisajes increíbles, por selvas inexpugnables y  valles luminosos, por bosques umbríos y playas fragantes...
   Una noche, encandilado por el cielo que se abría en surcos de fulgores estelares a través de su ventana, cerró los ojos, se relajó,  y poco a poco se dejó llevar por el tórpico devenir de un sueño. Un sendero luminoso se le ofrecía con una magnanimidad deslumbrante. El camino se bifurcaba luego y lo conducía a una selva voluptuosa que lo atraía con aromas tropicales... Vio el sol, redondo y lujurioso, en lo alto del cielo. Y vio otro sendero, paralelo al suyo, que se desperdigaba hacia un arroyo. Allí, parapetado tras el denso follaje, fue testigo de un crimen. La víctima era un hombre joven, cuyo rostro no podía distinguir con nitidez... Sólo veía el brillo del cuchillo que el asesino hundía en el pecho desnudo... Y un grito desgarrador taladraba la selva... Sus propios gemidos despertaron a otros pacientes y atrajeron a la enfermera de guardia, que le aplicó otro calmante. Durante muchas horas permaneció sumergido en la noche más cerrada y oscura... El despertar tuvo un amargo sabor de vértigo. Después, ya no quiso dormir. Rehuía las miradas de su médico para evitar que lo descubriera. A veces lo conducían a un patio y lo obligaban a caminar, para que no se debilitara tanto. Esas sesiones de gimnasia lo fatigaron mucho, a pesar de que era joven y fuerte. Luego de varias noches en vela, volvió a soñar con la selva intrincada  y el arroyo. Al oriente, un camino sinuoso lo condujo hasta un templo. Allí asistió, espantado, a la cruel ceremonia. Vio la piedra sacrificial y el corazón  aún  palpitante del inmolado,  que era levantado por un acólito.  Lo despertó su propio alarido y esta vez le administraron calmantes más potentes. A partir de ese momento se sintió acosado por una vigilancia constante; le realizaron diversos estudios:  electrocardiogramas, radiografías, hemogramas...
   Una noche escondió los somníferos que le suministraba la enfermera y fingió dormirse. Al rato, lo condujeron a una habitación contigua, donde había un paciente recién llegado que dialogaba con su médico y cuya voz reconoció, horrorizado. Y la voz del cirujano, calma y paternal, que le respondía:
-         No se preocupe, abuelo. El trasplante será un éxito. Recuerde que usted va a recibir el corazón de su propio clon, pero treinta años más joven y sano, muy sano- Entonces abrió los ojos y vio, como en un espejo macabro, su propio rostro, pero mucho más envejecido y arrugado, que sonreía vagamente, con una tenue sonrisa esperanzada... 

                                                                                        GLORIA